domingo, 14 de febrero de 2016

Siete casas vacías (2015) | Samanta Schweblin


Venus, Argentina y Berlín
La primera vez que escuché de Samanta Schweblin fue en la librería La Rayuela que queda cerquísima de Südstern en Kreuzberg. Un paisano suyo, Hernán Marchese la alababa a diestra y siniestra en un curso de escritura.

Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978)
La segunda vez que me topé con su nombre fue en una entrevista que le hizo la revista Tierra Adentro y la cual llevaba el provocativo título “Nada que sea prescindible merece ser contado”, en ésta la autora trata de su proceso creativo y menciona sus influencias norteamericanas.


La argentina ha sido galardonada con el Premio Casa de las Américas 2008, el Premio Juan Rulfo 2012 y recientemente con el Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero con Siete Casas Vacías.

Siete casas vacías y una reseña incompleta

Publicado por Páginas de Espuma, Siete Casas vacías contiene siete cuentos en donde se narran historias muy diversas donde uno está en el filo del sillón entre leyendo y no queriendo avanzar más por lo delgado del libro.
Antes de empezar quiero simplemente decir que los cuentos reflejan en la práctica lo que la autora pregona en sus talleres de escritura creativa. El cuento tiene su propia estructura y dinámica, es económico, pero fuerte, preciso, rápido y cuenta dos historias: una superficial y otra subterránea.

Ciertamente en los textos, el lenguaje avanza y mueve a la historia, pero también hay que decir que en su avance va dejando joyas estilísticas inmejorables, sobre todo aquellas en las que podemos ver soledad, dejadez o locura de sus personajes. Aquí por ejemplo, uno de sus personajes, el señor Weimer, está velando a su hijo y es descrito de una manera indirecta pero contundente:

[…] esperó unos minutos conversando con otros invitados antes de volver y decirme casi al oído «acabo de descubrir quiénes son los chicos que vuelcan los tachos de basura. Ya no hay que preocuparse por eso». Esa clase de hombre.

Como no quiero echar a perder el contenido de los cuentos he decidido mencionar lo menos posible de la trama; así pues dejo esta reseña incompleta en tanto que no cuento de qué va el libro, sólo les aseguro que los cuentos no están vacíos.
La colección abre con Nada de todo esto, un cuento duro que ya desde el principio nos provoca vergüenza e incomodidad. Una chica, su madre y ese descontento de la madre por no tener lo que  desea y todo esto termina en locura. Con ninguna palabra se acusa a la desigualdad ni se la designa, ni se habla del malestar social o de la frustración, pero uno termina el cuento y es imposible no preguntarse a uno mismo cuál es nuestra propia azucarera o si acaso, no la hemos robado a nadie.

Mis padres y mis hijos es un cuento rápido e incómodo donde dos ancianos andan por el barrio desnudos y arrastran en su juego a sus nietos mientras sus padres divorciados y el novio de la esposa salen a la búsqueda. Este es uno de los dos cuentos de la colección donde uno sabe que la historia subterránea está cerquita, casi enfrente de uno mismo pero no aparece definida la condenada.
Pasa siempre en esta casa es posiblemente junto con Respiración cavernaria uno de mis favoritos. Dos familias tristes a su manera y por sus razones se van interconectando por la ropa que cae al jardín del vecino y sin decir nada se consuelan. Es una historia donde las palabras –y no los hechos- son las protagonistas y su existencia o ausencia determinan la historia:
Decir algo que resuelva este problema, me repito para no perder el hilo. Dije cosas muchas veces y, ya pronunciadas, las palabras ejercieron su efecto. Retuvieron a mi hijo, alejaron a mi marido, se ordenaron divinamente en mi cabeza cada vez que lavé los platos.

La respiración cavernaria es una historia compleja donde la protagonista está perdiendo la memoria y tiene como objetivo morirse. Si esto fuera poco, el narrador no consigue despegarse lo suficiente de ella para dejarnos diferenciar entre lo que está pasando y aquello que la mujer piensa que está ocurriendo.

-Te digo que alguien estuvo anoche en el jardín, deberías revisar que todo esté bien.
Él miró hacia la calle.
-¿Estás segura?
-Lo vi, atrás del árbol.
Él se puso la campera y salió. Ella lo siguió desde la ventana, lo vio caminar por el sendero de troncos que va hacia la reja, detenerse a la altura del árbol y mirar desde ahí hacia la calle. Le pareció que no revisaba a conciencia lo que ella le había indicado. No lo hacía nada bien, y pensó que así había sido toda su vida ese hombre, y que de ese hombre dependía ella ahora.

Cuarenta centímetros cuadrados es casi una estampa cotidiana que nos lleva a Buenos Aires, a un piso normal con una suegra que está sufriendo el divorcio. La nuera sale a comprarle sus aspirinas y, de repente, en el camino, se da cuenta quizás por primera vez de su ruina personal y su orfandad.
Un hombre sin suerte es un relato que ganó el Premio Juan Rulfo y fue agregado a esta colección. Una familia termina en el hospital porque una de las niñas de la familia se intoxicó. Todos salen al hospital, debido a un embotellamiento el padre no puede avanzar y en su desesperación pide a la otra hija que se quite su ropa interior y con ella ondea  para que lo dejen pasar. En la sala de espera la niña sana conoce a un hombre, un hombre sin suerte que la lleva a comprarse una nueva bombacha y se la lleva del hospital.

Salir es una historia de desamor y de todas esas cosas que uno sabe se deben de decir pero que uno mismo no es capaz de expresar. Una mujer sale de casa en bata, tiene que decir algo, pero ¿cómo?Una historia rara que claro, sólo podría pasar en una ciudad.

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